viernes, 13 de septiembre de 2013

nuryleguizamon.blogspot.com

El concepto de democracia es muy antiguo y no poco ambiguo. Históricamente ha tenido concreciones diversas. Etimológicamente significa el gobierno del pueblo, es decir, intervención de la base popular en la decisión del rumbo de la sociedad. Pero depende de qué se entiende por ese pueblo compuesto por ciudadanos y hasta dónde llega el conjunto de los que intervienen en el quehacer de gobernar. Podemos ir hasta la polis griega basada en la contradicción del amo y del esclavo, o partir de los principios emanados de la Revolución Francesa que hacían irrumpir las fuerzas del pueblo en contra de los privilegios de los señores feudales proclamando la igualdad política en la sociedad civil. El término democracia remite a la soberanía popular, a la capacidad del pueblo para elegir a sus gobernantes y decidir normas de convivencia. La democracia tiene que ver con la capacidad de reunión, de asociación, de elección. Democracia implica participación. Para ejercer la democracia se necesita acceso a la información; y es indispensable que exista respeto al disenso, a las minorías y a su expresión. El presente ensayo pretende tener clara la distinción entre la democracia formal (sus reglas) y la sustancial (su aplicación); presentes estarán también las vías electorales que sigue (directa, representativa), y la necesidad de existencia de grupos como principales actores de la vida democrática de una nación. El tema de la relación entre el liberalismo y la democracia es fundamental en el presente trabajo. El camino que estos han recorrido no es visto de igual manera por las diferentes doctrinas del pensamiento político. Basado en el estudio concreto de la teoría de Sartori, de los ensayos que sobre la materia escribió Bobbio y con el auxilio y consulta de clásicos del liberalismo como Mili y Constant, el tema es abordado desde dos perspectivas similares, para converger en un punto de unión cuya característica esencial es una libertad con justicia social, llamada por Sartori democracia liberal y por Bobbio liberal-socialismo.

democracia trabajo no es una actividad apolítica que prepara los cimientos de nuestros gobernantes, sino más bien una actividad que podemos ponerla en evidencia como asunto del debate público, como asunto que le concierne a la agenda política. trabajo no es una actividad apolítica que prepara los cimientos de nuestros gobernantes, sino más bien una actividad que podemos ponerla en evidencia como asunto del debate público, como asunto que le concierne a la agenda política.

trabajo no es una actividad apolítica que prepara los cimientos de nuestros gobernantes, sino más bien una actividad que podemos ponerla en evidencia como asunto del debate público, como asunto que le concierne a la agenda política.
 
Christian Fajardo
Fuente: http://kaosenlared.net
Muchos dicen que la democracia de un país se puede medir cuando se cuentan con instituciones fuertes, una cultura cívica en donde todos y todas van a votar y cuando se estructuran unos canales de comunicación donde la opinión de cualquiera se manifiesta como opinión pública. Es decir, la democracia es aquel espacio en donde el gobierno ha hecho lo suyo: lograr administrar los asuntos comunes haciendo partícipes a quienes por sí mismos echarían a perder un “buen gobierno”.
Para cada país esta realidad “democrática” cobra cierta forma. Por ejemplo, en Colombia, un país en el que los derechos laborales se van declarando como inexistentes al mismo tiempo que se incrementa el poder de la inversión extranjera, la democracia es aquella palabra que permite decir a nuestros gobernantes de turno que existen dos alternativas: el adelanto de quienes quieren que el capital circule libremente o el atraso de aquellos y aquellas en entorpecerían tal dinámica. Los primeros serían aquellos demócratas que quieren hacer una economía fuerte en donde todos y todas ganamos, y los segundos serían aquellos seres de otra era que impondrían sus deseos y apetitos para echar a perder el “buen gobierno”.
Ahora bien, el gesto, al parecer muy colombiano, de casar el sustantivo “seguridad” con el adjetivo “democrática” para luego exponerlo como el paso necesario para una “prosperidad para todos”, no es nuevo, más bien es recurrente en la historia de nuestros pensadores políticos y de nuestros políticos que siempre intentaron hacer del poder del pueblo la manifestación de seres que no tienen razón alguna para hacerse cargo de los asuntos comunes. El sueño platónico de una sociedad bien organizada, según la cual habría unos ciudadanos de tercera categoría para hacerse cargo de las labores manuales, cobra realidad para la situación de los y las trabajadores de Colombia.
Para nuestros políticos, una sociedad próspera es aquella en la que los trabajadores y trabajadoras no son ciudadanos auténticos, pues para los gestores del capital mundial representa una amenaza que unos trabajadores que sólo ocupan su tiempo para extraer recursos naturales en minas y pozos “reclamen” derechos para “vivir bien”. En otras palabras, los derechos de personas que no los sabrían ejercer, como la multitud de trabajadores precarizados y tercerizados, sólo perturbarían el buen gobierno de esos hombres de progreso que no logran hacer comprender a la masa informe del pueblo que sólo expone sus apetitos voraces, su retraso mental.
Quizás esta sea la opinión de las juntas directivas de las multinacionales que en este caso preparan la agenda legislativa de nuestro país desde principios de los años noventa hasta hoy. Quizás ellos vean que la democracia, más allá de ser el poder del pueblo, es la forma en cómo pueden organizar ese poder estrepitoso que si se deja solo, arruinaría la armonía de nuestra comunidad: la armonía de la extracción de oro que contamina toneladas de agua, de millones de cuerpos sucumbiendo a jornadas de trabajo extensas y de la vida de jóvenes intermitentes que nunca conseguirán una estabilidad laboral.
¿Esto significa que no existe otra alternativa que sumergirnos en la imposibilidad de que digamos que la “vida buena” es de todos y todas cuando nos dicen que la única alternativa es acogernos a la marcha de la historia, del proceso de la historia? Si la historia elige quienes gobiernan y quienes trabajan, si la historia dice que es necesario que a costa del desarrollo de nuestro país millones de personas sacrifiquen su “buen vivir”, es preciso, entonces, que aquellos que salen perdiendo en tal juego fabriquen su noción misma de historia, su noción misma de democracia.
Diremos entonces que el poder del pueblo no es la forma en la que los gestores del capital organizan la sociedad, ni tampoco es la insípida alternativa de nuestros banqueros y miembros de las juntas directivas de las multinacionales que ven sólo progreso y atraso. La democracia no consiste en cómo ciertos políticos nos persuaden que la prosperidad es sinónimo de la inversión extranjera, ni tampoco en cómo es preciso invertir en gasto militar al máximo para llegar a la paz. La democracia siempre ha sido, más bien, el proceso mediante el cual los trabajadores y las trabajadoras se hacen reconocer como actores políticos. Así lo exponen los trabajadores que han frenado la producción del Cerrejón al demandar mejores condiciones laborales, cuando la junta directiva se negó a conceder las peticiones de sus trabajadores en los diálogos que iniciaron el 29 de noviembre del año pasado.
El diario “La República” expone la irracionalidad del sindicato (Sintracarbón) del Cerrejón cuando estos últimos no reconocen los beneficios evidentes que les ofrece la principal carbonera del país1. Sin embargo, es preciso exponer que la manifestación de aquellos y aquellas que han decidido parar el proceso prod
trabajo no es una actividad apolítica que prepara los cimientos de nuestros gobernantes, sino más bien una actividad que podemos ponerla en evidencia como asunto del debate público, como asunto que le concierne a la agenda política.
 
Christian Fajardo
Fuente: http://kaosenlared.net
Muchos dicen que la democracia de un país se puede medir cuando se cuentan con instituciones fuertes, una cultura cívica en donde todos y todas van a votar y cuando se estructuran unos canales de comunicación donde la opinión de cualquiera se manifiesta como opinión pública. Es decir, la democracia es aquel espacio en donde el gobierno ha hecho lo suyo: lograr administrar los asuntos comunes haciendo partícipes a quienes por sí mismos echarían a perder un “buen gobierno”.
Para cada país esta realidad “democrática” cobra cierta forma. Por ejemplo, en Colombia, un país en el que los derechos laborales se van declarando como inexistentes al mismo tiempo que se incrementa el poder de la inversión extranjera, la democracia es aquella palabra que permite decir a nuestros gobernantes de turno que existen dos alternativas: el adelanto de quienes quieren que el capital circule libremente o el atraso de aquellos y aquellas en entorpecerían tal dinámica. Los primeros serían aquellos demócratas que quieren hacer una economía fuerte en donde todos y todas ganamos, y los segundos serían aquellos seres de otra era que impondrían sus deseos y apetitos para echar a perder el “buen gobierno”.
Ahora bien, el gesto, al parecer muy colombiano, de casar el sustantivo “seguridad” con el adjetivo “democrática” para luego exponerlo como el paso necesario para una “prosperidad para todos”, no es nuevo, más bien es recurrente en la historia de nuestros pensadores políticos y de nuestros políticos que siempre intentaron hacer del poder del pueblo la manifestación de seres que no tienen razón alguna para hacerse cargo de los asuntos comunes. El sueño platónico de una sociedad bien organizada, según la cual habría unos ciudadanos de tercera categoría para hacerse cargo de las labores manuales, cobra realidad para la situación de los y las trabajadores de Colombia.
Para nuestros políticos, una sociedad próspera es aquella en la que los trabajadores y trabajadoras no son ciudadanos auténticos, pues para los gestores del capital mundial representa una amenaza que unos trabajadores que sólo ocupan su tiempo para extraer recursos naturales en minas y pozos “reclamen” derechos para “vivir bien”. En otras palabras, los derechos de personas que no los sabrían ejercer, como la multitud de trabajadores precarizados y tercerizados, sólo perturbarían el buen gobierno de esos hombres de progreso que no logran hacer comprender a la masa informe del pueblo que sólo expone sus apetitos voraces, su retraso mental.
Quizás esta sea la opinión de las juntas directivas de las multinacionales que en este caso preparan la agenda legislativa de nuestro país desde principios de los años noventa hasta hoy. Quizás ellos vean que la democracia, más allá de ser el poder del pueblo, es la forma en cómo pueden organizar ese poder estrepitoso que si se deja solo, arruinaría la armonía de nuestra comunidad: la armonía de la extracción de oro que contamina toneladas de agua, de millones de cuerpos sucumbiendo a jornadas de trabajo extensas y de la vida de jóvenes intermitentes que nunca conseguirán una estabilidad laboral.
¿Esto significa que no existe otra alternativa que sumergirnos en la imposibilidad de que digamos que la “vida buena” es de todos y todas cuando nos dicen que la única alternativa es acogernos a la marcha de la historia, del proceso de la historia? Si la historia elige quienes gobiernan y quienes trabajan, si la historia dice que es necesario que a costa del desarrollo de nuestro país millones de personas sacrifiquen su “buen vivir”, es preciso, entonces, que aquellos que salen perdiendo en tal juego fabriquen su noción misma de historia, su noción misma de democracia.
Diremos entonces que el poder del pueblo no es la forma en la que los gestores del capital organizan la sociedad, ni tampoco es la insípida alternativa de nuestros banqueros y miembros de las juntas directivas de las multinacionales que ven sólo progreso y atraso. La democracia no consiste en cómo ciertos políticos nos persuaden que la prosperidad es sinónimo de la inversión extranjera, ni tampoco en cómo es preciso invertir en gasto militar al máximo para llegar a la paz. La democracia siempre ha sido, más bien, el proceso mediante el cual los trabajadores y las trabajadoras se hacen reconocer como actores políticos. Así lo exponen los trabajadores que han frenado la producción del Cerrejón al demandar mejores condiciones laborales, cuando la junta directiva se negó a conceder las peticiones de sus trabajadores en los diálogos que iniciaron el 29 de noviembre del año pasado.
El diario “La República” expone la irracionalidad del sindicato (Sintracarbón) del Cerrejón cuando estos últimos no reconocen los beneficios evidentes que les ofrece la principal carbonera del país1. Sin embargo, es preciso exponer que la manifestación de aquellos y aquellas que han decidido parar el proceso productivo no reposa sobre los meros beneficios que recibirían si se acogen a las condiciones de sus jefes –la compañía “también estableció bonos para sus empleados que no participen de la huelga. Se entregarían 13 millones para cada uno que no firmen la declaratoria” comenta La República. El problema que exponen es más profundo: se trata de poner en común un asunto que, en principio, no concierne a la política. Es decir, se trata de visibilizar al trabajador como un sujeto político que se desidentifica de su posición en el orden social para reclamar un poder que es reconocido en  las inscripciones de derechos que han logrado crear quienes han decidido actuar políticamente en algún momento, es decir aquellos sujetos políticos que dieron cabida a lo que conocemos como derechos laborales bajo luchas políticas concretas.
Podemos decir entonces que el trabajo no es una actividad apolítica que prepara los cimientos de nuestros gobernantes, sino más bien una actividad que podemos ponerla en evidencia como asunto del debate público, como asunto que le concierne a la agenda política.
rt4tryuctivo no reposa sobre los meros beneficios que recibirían si se acogen a las condiciones de sus jefes –la compañía “también estableció bonos para sus empleados que no participen de la huelga. Se entregarían 13 millones para cada uno que no firmen la declaratoria” comenta La República. El problema que exponen es más profundo: se trata de poner en común un asunto que, en principio, no concierne a la política. Es decir, se trata de visibilizar al trabajador como un sujeto político que se desidentifica de su posición en el orden social para reclamar un poder que es reconocido en  las inscripciones de derechos que han logrado crear quienes han decidido actuar políticamente en algún momento, es decir aquellos sujetos políticos que dieron cabida a lo que conocemos como derechos laborales bajo luchas políticas concretas.
Podemos decir entonces que el trabajo no es una actividad apolítica que prepara los cimientos de nuestros gobernantes, sino más bien una actividad que podemos ponerla en evidencia como asunto del debate público, como asunto que le concierne a la agenda política.